lunes, septiembre 14, 2009

XIV.- SOLOS

Ando con los horarios cambiados desde hace rato. Me levanto cerca de las dos de la tarde, intento hacer cualquier cosa para no pensar en el hambre que tengo, y salgo antes de que se ponga el sol, para ver un poco la ciudad mientras aún conserva la luz del día. Luego, me dejo llevar. Hay noches que he pasado en casa, ya sea viendo películas, leyendo, escribiendo, mientras busco pornografía y música en Internet, para dormir a las cuatro o cinco de la mañana. Y hay otras en las que camino por el centro sin rumbo fijo, en búsqueda de alguna idea interesante, pero al final siempre me encuentro con la marea baja, los guarenes de la costanera, los borrachos que beben licores inmundos y a los que envidio por su libertad y porque pueden emborracharse, a los pacos a la distancia, a esos nebulosos seres que se dedican a mariscar en la penumbra, el viejo que duerme en el desagüe que lleva la mierda de la ciudad hasta la punta de la lengua del océano, el humo de las chimeneas, “can you take a picture of us, please?”, no tengo plata ni cigarros, putas que empiezan la jornada, las caras rígidas de la gente -ya sea por el frío o por el peso del aburrimiento- , parejas que se manosean en los rincones oscuros, obreros a medio filo en los bares de mala muerte, el flaco que aspira neoprén, con su piel morena, sus ojos fijos en el interior de sí mismo, el pelo apelmazado a falta de un baño y las ropas que va botando con el correr de las cuadras –hoy me enteré de que le dicen “Brujito”, y una gélida sensación me ataca cuando pienso en él-, las micros y colectivos llevando gente a sus hogares o quizás no, el frío que hace temblar a mis huesos, poemas lanzados al mar, algún carrito de supermercado botado en cualquier parte, islas invisibles y leves, el viejo que se viste de blanco y que nunca habla con nadie, hombres gordos, adinerados y sudorosos que se sientan satisfechos en los amplios sillones de los hoteles a beber whisky y contemplar lo buena que son sus vidas, evangélicos que me recuerdan a mi padre, burdos elefantes en las cornisas de los edificios, y un gran agujero en mi espíritu. Con mi novia hemos terminado, al parecer. No he hecho las cosas muy bien desde lo del colegio y la cirrosis. Son las doce y media, y parece que no soy el único al que le pasan esas cosas: un enorme tipo camina en dirección hacia acá. Con las manos en los bolsillos de su chaqueta, se me queda mirando, y cuando ya pienso que voy a perderlo de vista, se para a mi lado y dice “¿estás buscando algo?”. Sí, creo, ando buscando un caño. “No, no tengo, pero tengo cigarros, y si quieres te puedo invitar algo de tomar, una cerveza o un trago, qué se yo”. Dudé, la cosa no tiene buena pinta, pero ahora no tengo nada que hacer, estoy solo, y no hay mejores opciones. Bien, vamos. El Tablón del Ancla es el sitio más cercano.

- ¿A qué te dedicas?
- Hago clases, aunque no estoy seguro. Mi vida ha estado un poco enredada ahora último, y no sé si podré seguir. Ahora mismo ando con licencia.
- ¿Licencia? ¿Estás enfermo?
- No. O sea sí, pero no es invalidante. Tengo cirrosis, así que no puedo tomar.
- Entonces ¿por qué viniste conmigo?
- Un viejo reflejo. Nunca digo que no cuando me invitan a tomar.

En el local, siempre el mismo ambiente de pesado aburrimiento, las caras de la gente que destilan paja y sopor. Nos quedamos en la sección no fumadores, al fondo. Adiós a los cigarros. En una tele adosada a un rincón, dan “Ella usó mi cabeza como un revólver” de Soda Stéreo. Hace tiempo que no veía ese video, y que no escuchaba esa canción. Se me ocurren unas cuantas analogías con esos versos, pero me libro pronto de ellas. “Déjate de ver tele”, me dice el tipo que tengo frente a mí.

- ¿Cómo te llamas, a todo esto?
- Capitán, puedes decirme Capitán
- Pero ése no es tu nombre.
- No, claro que no. Me dicen así desde hace tiempo, y bueno, qué puedo decir. Ahora es más fuerte que mi nombre.
- Yo soy Alberto –me dice, mientras extiende una mano enorme.
- Un gusto –respondo, replicando el gesto.

Un garzón llega a tomar el pedido. Un schop mediano, un jugo de piña y un plato de papas. “Voy al baño” dice Alberto, que se para luego de que el garzón se va, dándonos la espalda. No sé qué chucha estoy haciendo aquí. Miro a la gente para ver si encuentro a algún conocido, pero nada. Creo que nadie de los que conozco ha puesto un pie en este lugar desde hace meses. La crisis, huevón, la crisis. El barman sirve el schop y el jugo y, cuando el garzón los trae a la mesa, aquel apoya su cara en el brazo derecho, apuntalado contra la barra, y da un enorme y sostenido bostezo que parece contagiarlo todo. Ahora suena “Influencia”, de Charly. Qué buena canción. Tarareo el comienzo “Puedo ver y decir y sentir / algo ha cambiado / para mí no es extraño…”. De nuevo las analogías. Alberto sale del baño. En vardad es un tipo grande y corpulento. Usa un gorro de lana de esos que venden en la calle. “Para taparse la pelada”, pienso. Tiene ojos verdes, y usa barba y bigote. Cruza una palabra con alguien, mientras el garzón deja las bebidas en la mesa. Me mira fijamente mientras se sienta. Un mal presentimiento me baja por el espinazo.

- ¿Sabes? Es en estos momentos cuando me siento libre. Ando liviano, como si pudiera correr toda la noche. Mi señora partió a Santiago, así que estoy solo.
- ¿Y vives por acá?
- No, en Puerto Varas, pero tengo un departamento chico acá en el centro. Lo compré a escondidas de mi señora, no quiero que en algún momento quiera quitármelo. Lamentablemente me casé, y perdí mi libertad, que es lo más preciado para mí. Imagínate que ni siquiera puedo salir a tomar una cerveza sin que me llamen para preguntarme dónde estoy.
- Pero eso no es perder la libertad, es simplemente avisar en dónde vas a estar, para que no se preocupen.
- Me importa una mierda. Si no quiero avisar, no lo hago, y punto.
- Bueno, bueno. Hablemos de otra cosa. No me has dicho qué haces.
- Soy músico. Pianista. Estudié ocho años piano en el conservatorio de la Chile.
- ¿En serio? Mi novia… o ex… también es músico. Ella toca guitarra, eso sí.
- ¿Ex?
- Sí. No. No sé. Como te dije, las cosas me han tocado un poco enredadas últimamente. Ando solo, la verdad. No sé cómo tomar todo lo que ha ocurrido. Lo único que no quiero hacer es sentarme a llorar.
- Si quieres podemos ir a escuchar música a mi casa, tomarnos una cerveza o algo.

“Puedo ver y decir y sentir / mi mente dormir bajo tu influencia”.

- Mira, la verdad no sé que esperabas encontrar cuando me invitaste, pero a lo mejor no soy lo que andas buscando.
- ¿Sí? Y tú, ¿qué andabas buscando?
- Ya te lo dije: porros, y algo de compañía, creo.
- Entonces los dos nos serviremos de compañía esta noche –me dice, lanzándome una mirada tan penetrante que casi sentí que me lo estaba metiendo por el chico.

“Una parte de mí / dice ¡Stop! / fuiste muy lejos / no puedo contenerlo”.

Un silencio incómodo se extiende luego de eso. Tomo mi jugo, y él le da un lento y perezoso trago a su schop. Alrededor no hay ningún conocido, pero ahora eso no me parece tan malo. El garzón viene sosteniendo una bandeja con las papas fritas, que deja caer con cuidado sobre la tabla. “Sírvete”, me dijo Alberto. Tengo ganas de vomitar, pero las contengo, con un ligero esfuerzo. Él come con ansiedad, como si quisiera salir rápido de ahí. Sigo su ejemplo, pues creo que es lo mismo que quiero hacer, pero no para ir a su departamento a escuchar cómo toca piano. Empiezo a pensar en cómo librarme de la situación, y no es una tarea fácil. Se me ocurren un montón de excusas, pero ninguna situación como para sacar alguna a relucir, ni un timbrado del teléfono, ni un conocido, ni ganas de ir al baño, ni nada. Sólo espero, quizás, algo de tiempo, y qué contradicción, esperar algo de tiempo para terminar luego con esto. Alberto se reclina sobre su asiento, satisfecho al menos a medias. Su resuello pesa tanto que me llega como una bofetada a la cara. Me mira con un rostro extraño, ansioso. Parece escarbar con su lengua todos sus dientes, buscando los rastros de la comida en los intersticios. Es desagradable. “Voy al baño”, dice, y se para con su enorme físico. ¿Qué chucha hago ahora? Sólo atino a pararme y a hacerme el huevón mirando los cuadritos de la decoración. Lo único que tengo claro es que no voy a pagar ni cagando. De pronto, mi teléfono comienza a sonar. Es el Comandante Dureza. “Oye, huevón, ¿tienes un par de lucas?”. ¿Para qué? “Necesito encargarte unas cosas: condones, un vodka y una cajetilla”. Huevón, no tengo tanta plata. En eso sale Alberto, secándose las manos en la espalda. “Puta, tráelos si puedes”. No creo, pero veré qué puedo hacer. Los condones y los cigarros de repente igual, pero no me pidas que compre copete. “Chucha, claro, disculpa. Trae cigarros y condones”. Nos vemos. Alberto se acerca a la mesa, pide la cuenta al mozo y le cancela de inmediato. Le deja doscientos pesos de vuelto, y lo encuentro miserable, así que dejo trescientos más para el tipo que nos atendió. “¿Quién te llamaba?”. El Comandante, un amigo que vive conmigo, quería que le llevara unas cosas. “¿O sea que no vas a venir al departamento?” Ya te lo dije, no soy la clase de compañía que esperas. Gracias por todo, en todo caso. “Bien, seguiré caminando por ahí, a ver qué encuentro”. Nos damos un apretón de manos, pero ya no es tan sólido como el primero. Salgo rápido hacia la puerta, y Alberto se queda un rato preguntando algo al mozo. Yo doblo por la esquina, pero me devuelvo y cruzo la plaza hasta el negocio que está frente al caracol. Unos punks machetean plata para comprarse un fuerte. La noche está helada, y poca gente camina por la calle. Compro condones y una cajetilla de diez, y les doy una gamba a los punks, que me agradecen el gesto. El peso de la noche me cae sobre los hombros, la soledad y el abatimiento de los putos días que me han tocado. Lloraría si pudiera, pero es indigno hacerlo en la calle. Tan débil, tan poca cosa. Si tan sólo pudiera ser como la mierda tirada en la vereda, quizás sería feliz, pero no ahora, ni loco. Al otro lado de la plaza, Alberto conversa con un colectivero que tiene estacionado su vehículo. Como un depredador, sigue el rastro de su presa. Yo me voy, camino acompañado del sordo rumor del viento, de las olas, de la ciudad. Esta noche estaré solo, y creo que seguiré así.

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