lunes, septiembre 14, 2009

XIV.- SOLOS

Ando con los horarios cambiados desde hace rato. Me levanto cerca de las dos de la tarde, intento hacer cualquier cosa para no pensar en el hambre que tengo, y salgo antes de que se ponga el sol, para ver un poco la ciudad mientras aún conserva la luz del día. Luego, me dejo llevar. Hay noches que he pasado en casa, ya sea viendo películas, leyendo, escribiendo, mientras busco pornografía y música en Internet, para dormir a las cuatro o cinco de la mañana. Y hay otras en las que camino por el centro sin rumbo fijo, en búsqueda de alguna idea interesante, pero al final siempre me encuentro con la marea baja, los guarenes de la costanera, los borrachos que beben licores inmundos y a los que envidio por su libertad y porque pueden emborracharse, a los pacos a la distancia, a esos nebulosos seres que se dedican a mariscar en la penumbra, el viejo que duerme en el desagüe que lleva la mierda de la ciudad hasta la punta de la lengua del océano, el humo de las chimeneas, “can you take a picture of us, please?”, no tengo plata ni cigarros, putas que empiezan la jornada, las caras rígidas de la gente -ya sea por el frío o por el peso del aburrimiento- , parejas que se manosean en los rincones oscuros, obreros a medio filo en los bares de mala muerte, el flaco que aspira neoprén, con su piel morena, sus ojos fijos en el interior de sí mismo, el pelo apelmazado a falta de un baño y las ropas que va botando con el correr de las cuadras –hoy me enteré de que le dicen “Brujito”, y una gélida sensación me ataca cuando pienso en él-, las micros y colectivos llevando gente a sus hogares o quizás no, el frío que hace temblar a mis huesos, poemas lanzados al mar, algún carrito de supermercado botado en cualquier parte, islas invisibles y leves, el viejo que se viste de blanco y que nunca habla con nadie, hombres gordos, adinerados y sudorosos que se sientan satisfechos en los amplios sillones de los hoteles a beber whisky y contemplar lo buena que son sus vidas, evangélicos que me recuerdan a mi padre, burdos elefantes en las cornisas de los edificios, y un gran agujero en mi espíritu. Con mi novia hemos terminado, al parecer. No he hecho las cosas muy bien desde lo del colegio y la cirrosis. Son las doce y media, y parece que no soy el único al que le pasan esas cosas: un enorme tipo camina en dirección hacia acá. Con las manos en los bolsillos de su chaqueta, se me queda mirando, y cuando ya pienso que voy a perderlo de vista, se para a mi lado y dice “¿estás buscando algo?”. Sí, creo, ando buscando un caño. “No, no tengo, pero tengo cigarros, y si quieres te puedo invitar algo de tomar, una cerveza o un trago, qué se yo”. Dudé, la cosa no tiene buena pinta, pero ahora no tengo nada que hacer, estoy solo, y no hay mejores opciones. Bien, vamos. El Tablón del Ancla es el sitio más cercano.

- ¿A qué te dedicas?
- Hago clases, aunque no estoy seguro. Mi vida ha estado un poco enredada ahora último, y no sé si podré seguir. Ahora mismo ando con licencia.
- ¿Licencia? ¿Estás enfermo?
- No. O sea sí, pero no es invalidante. Tengo cirrosis, así que no puedo tomar.
- Entonces ¿por qué viniste conmigo?
- Un viejo reflejo. Nunca digo que no cuando me invitan a tomar.

En el local, siempre el mismo ambiente de pesado aburrimiento, las caras de la gente que destilan paja y sopor. Nos quedamos en la sección no fumadores, al fondo. Adiós a los cigarros. En una tele adosada a un rincón, dan “Ella usó mi cabeza como un revólver” de Soda Stéreo. Hace tiempo que no veía ese video, y que no escuchaba esa canción. Se me ocurren unas cuantas analogías con esos versos, pero me libro pronto de ellas. “Déjate de ver tele”, me dice el tipo que tengo frente a mí.

- ¿Cómo te llamas, a todo esto?
- Capitán, puedes decirme Capitán
- Pero ése no es tu nombre.
- No, claro que no. Me dicen así desde hace tiempo, y bueno, qué puedo decir. Ahora es más fuerte que mi nombre.
- Yo soy Alberto –me dice, mientras extiende una mano enorme.
- Un gusto –respondo, replicando el gesto.

Un garzón llega a tomar el pedido. Un schop mediano, un jugo de piña y un plato de papas. “Voy al baño” dice Alberto, que se para luego de que el garzón se va, dándonos la espalda. No sé qué chucha estoy haciendo aquí. Miro a la gente para ver si encuentro a algún conocido, pero nada. Creo que nadie de los que conozco ha puesto un pie en este lugar desde hace meses. La crisis, huevón, la crisis. El barman sirve el schop y el jugo y, cuando el garzón los trae a la mesa, aquel apoya su cara en el brazo derecho, apuntalado contra la barra, y da un enorme y sostenido bostezo que parece contagiarlo todo. Ahora suena “Influencia”, de Charly. Qué buena canción. Tarareo el comienzo “Puedo ver y decir y sentir / algo ha cambiado / para mí no es extraño…”. De nuevo las analogías. Alberto sale del baño. En vardad es un tipo grande y corpulento. Usa un gorro de lana de esos que venden en la calle. “Para taparse la pelada”, pienso. Tiene ojos verdes, y usa barba y bigote. Cruza una palabra con alguien, mientras el garzón deja las bebidas en la mesa. Me mira fijamente mientras se sienta. Un mal presentimiento me baja por el espinazo.

- ¿Sabes? Es en estos momentos cuando me siento libre. Ando liviano, como si pudiera correr toda la noche. Mi señora partió a Santiago, así que estoy solo.
- ¿Y vives por acá?
- No, en Puerto Varas, pero tengo un departamento chico acá en el centro. Lo compré a escondidas de mi señora, no quiero que en algún momento quiera quitármelo. Lamentablemente me casé, y perdí mi libertad, que es lo más preciado para mí. Imagínate que ni siquiera puedo salir a tomar una cerveza sin que me llamen para preguntarme dónde estoy.
- Pero eso no es perder la libertad, es simplemente avisar en dónde vas a estar, para que no se preocupen.
- Me importa una mierda. Si no quiero avisar, no lo hago, y punto.
- Bueno, bueno. Hablemos de otra cosa. No me has dicho qué haces.
- Soy músico. Pianista. Estudié ocho años piano en el conservatorio de la Chile.
- ¿En serio? Mi novia… o ex… también es músico. Ella toca guitarra, eso sí.
- ¿Ex?
- Sí. No. No sé. Como te dije, las cosas me han tocado un poco enredadas últimamente. Ando solo, la verdad. No sé cómo tomar todo lo que ha ocurrido. Lo único que no quiero hacer es sentarme a llorar.
- Si quieres podemos ir a escuchar música a mi casa, tomarnos una cerveza o algo.

“Puedo ver y decir y sentir / mi mente dormir bajo tu influencia”.

- Mira, la verdad no sé que esperabas encontrar cuando me invitaste, pero a lo mejor no soy lo que andas buscando.
- ¿Sí? Y tú, ¿qué andabas buscando?
- Ya te lo dije: porros, y algo de compañía, creo.
- Entonces los dos nos serviremos de compañía esta noche –me dice, lanzándome una mirada tan penetrante que casi sentí que me lo estaba metiendo por el chico.

“Una parte de mí / dice ¡Stop! / fuiste muy lejos / no puedo contenerlo”.

Un silencio incómodo se extiende luego de eso. Tomo mi jugo, y él le da un lento y perezoso trago a su schop. Alrededor no hay ningún conocido, pero ahora eso no me parece tan malo. El garzón viene sosteniendo una bandeja con las papas fritas, que deja caer con cuidado sobre la tabla. “Sírvete”, me dijo Alberto. Tengo ganas de vomitar, pero las contengo, con un ligero esfuerzo. Él come con ansiedad, como si quisiera salir rápido de ahí. Sigo su ejemplo, pues creo que es lo mismo que quiero hacer, pero no para ir a su departamento a escuchar cómo toca piano. Empiezo a pensar en cómo librarme de la situación, y no es una tarea fácil. Se me ocurren un montón de excusas, pero ninguna situación como para sacar alguna a relucir, ni un timbrado del teléfono, ni un conocido, ni ganas de ir al baño, ni nada. Sólo espero, quizás, algo de tiempo, y qué contradicción, esperar algo de tiempo para terminar luego con esto. Alberto se reclina sobre su asiento, satisfecho al menos a medias. Su resuello pesa tanto que me llega como una bofetada a la cara. Me mira con un rostro extraño, ansioso. Parece escarbar con su lengua todos sus dientes, buscando los rastros de la comida en los intersticios. Es desagradable. “Voy al baño”, dice, y se para con su enorme físico. ¿Qué chucha hago ahora? Sólo atino a pararme y a hacerme el huevón mirando los cuadritos de la decoración. Lo único que tengo claro es que no voy a pagar ni cagando. De pronto, mi teléfono comienza a sonar. Es el Comandante Dureza. “Oye, huevón, ¿tienes un par de lucas?”. ¿Para qué? “Necesito encargarte unas cosas: condones, un vodka y una cajetilla”. Huevón, no tengo tanta plata. En eso sale Alberto, secándose las manos en la espalda. “Puta, tráelos si puedes”. No creo, pero veré qué puedo hacer. Los condones y los cigarros de repente igual, pero no me pidas que compre copete. “Chucha, claro, disculpa. Trae cigarros y condones”. Nos vemos. Alberto se acerca a la mesa, pide la cuenta al mozo y le cancela de inmediato. Le deja doscientos pesos de vuelto, y lo encuentro miserable, así que dejo trescientos más para el tipo que nos atendió. “¿Quién te llamaba?”. El Comandante, un amigo que vive conmigo, quería que le llevara unas cosas. “¿O sea que no vas a venir al departamento?” Ya te lo dije, no soy la clase de compañía que esperas. Gracias por todo, en todo caso. “Bien, seguiré caminando por ahí, a ver qué encuentro”. Nos damos un apretón de manos, pero ya no es tan sólido como el primero. Salgo rápido hacia la puerta, y Alberto se queda un rato preguntando algo al mozo. Yo doblo por la esquina, pero me devuelvo y cruzo la plaza hasta el negocio que está frente al caracol. Unos punks machetean plata para comprarse un fuerte. La noche está helada, y poca gente camina por la calle. Compro condones y una cajetilla de diez, y les doy una gamba a los punks, que me agradecen el gesto. El peso de la noche me cae sobre los hombros, la soledad y el abatimiento de los putos días que me han tocado. Lloraría si pudiera, pero es indigno hacerlo en la calle. Tan débil, tan poca cosa. Si tan sólo pudiera ser como la mierda tirada en la vereda, quizás sería feliz, pero no ahora, ni loco. Al otro lado de la plaza, Alberto conversa con un colectivero que tiene estacionado su vehículo. Como un depredador, sigue el rastro de su presa. Yo me voy, camino acompañado del sordo rumor del viento, de las olas, de la ciudad. Esta noche estaré solo, y creo que seguiré así.

domingo, septiembre 13, 2009

XIII.- GUAJARDO

1.- Alumno:
El profe se veía mal, se notaba que no había pasado una buena noche. Yo me siento en la primera fila, y cuando entró, la sala quedó con olor a vino al tiro. Venía cargado con cosas, carpetas, libros, el bolso colgándole del brazo, andaba como desarmado, y con la misma ropa de ayer. Eso me dio risa, porque nosotros cachamos al tiro cuando los profes vienen con la misma ropa, y se lo dije mientras pasaba frente a la mesa. Se me acercó, y me dijo mirándome a los ojos “yo vengo con la misma ropa dos días seguidos y usted se ríe de mí, pero es usted el que usa uniforme la semana corrida”. Tenía olor a copete, harto. Me siguió mirando un ratito, pero yo no podía seguir con esa hediondez. Justo cuando ya iba a darme una arcada, se echó para atrás, parándose, y cuando trató de recuperar el equilibrio, ariscó la nariz y dijo para todo el curso “¿qué le echaron a la sala que huele así?”. Con mis compañeros nos miramos entre todos. El profe, entonces, tiró todas sus cosas encima de la mesa, nos hizo poner de pie para el buenos días, nos saludó y se puso a hacer clases. Anotó “actividad” en la pizarra y se volvió a su escritorio, abrió un libro y buscó algo ahí durante un rato. Luego, volvió a pararse para escribir las instrucciones, dándonos la espalda. Se quedó quieto, y apoyó la mano derecha en el pizarrón y agachó la cabeza. Lo recuerdo bien, porque el Guatón Meneses, el que se sienta conmigo, me dijo “cacha, parece que el profe va a güitrear”. Justo cuando me dijo eso, el mismo profe se agarró la guata con la mano izquierda, se le cayó el plumón al piso, arqueó un poco la espalda, y comenzó a vomitar. Quedó la cagada, si me perdona la expresión, pero todo se puso cuático: algunas chicas se espantaron, les dio asco, qué sé yo. Nadie sabía qué pasaba, y tampoco nadie cachaba qué hacer. Una compañera, la Vania, se puso a llorar casi al tiro, y hubo unas que se asustaron, incluso hubo una que estaba con la respiración muy agitada. Antes de que vomitara de nuevo, el profe se limpió la boca con la manga del chaleco, y nos gritó tan fuerte como pudo “¡Todos, fuera de la sala, ahora!”. Algunos lo quisimos ayudar, pero cuando nos acercamos para preguntarle cómo estaba, nos volvió a gritar más fuerte todavía “¡Fuera, dije!”. Salimos, no podíamos discutir con él. Entonces volvió a vomitar, lo vimos por la ventanita de la puerta. Cuando terminó, se limpió la boca de nuevo, se sentó en su silla, puso las manos juntas, con los codos apoyados en la mesa, y echó la cara para adelante, entre las manos, como para esconderse. A esa altura, la inspectora venía corriendo por el pasillo y todos los alumnos del colegio habían salido de las salas para sapear qué onda pasaba.

2.- El doctor:
Para serle sincero, creo que tiene cirrosis, pero no podremos saberlo a no ser que se haga algunos exámenes. Pero se lo digo ahora, deje de tomar, sobre todo si está haciendo clases. ¿Hace cuánto que se dedica a esto? ¿Empezó hace un mes? No me diga que estaba celebrando con el primer sueldo. Chuta. No sé qué más le puedo decir, le puedo recetar un antiácido y alguna cosa para evitar el sangrado, pero créame, su hígado no se va a recuperar. De hecho, sólo podría empeorar, ya que si tiene heridas, se le van a cicatrizar, y la sangre no podrá fluir correctamente a través del hígado. Así que cualquier tratamiento va a tener que ir por el lado de disminuir las molestias, pero si no le hago una biopsia no puedo saber si usted es resistente o no a los medicamentos que podría recetarle, ¿me entiende? Por ahora le daré licencia, nada de salir de su casa por los próximos 15 días, descanse, revise trabajos, prepare guías y, por favor, no tome nada, por su bien y el de su pega. Si no es porque la directora del liceo conoce al gerente del diario, la noticia sale mañana en primera plana en El Llanquihue.

3.- La directora:
La cagaste. Totalmente. Mírate. Estás hecho un asco. ¿Dónde mierda te metiste anoche? Hueles como si te hubieras tomado toda una botillería. Más encima vienes y vomitas toda la sala frente a los alumnos, ¡Frente a los alumnos! ¿Tienes idea de cuántos apoderados van a llegar a reclamar que cómo puedo tener a un profesor que vomita en la sala luego de una noche de juerga? ¿Te parece bonito? ¡No! No me digas nada. No estás en posición de decirme nada ahora. Eres un patudo, irresponsable. Cómo se te ocurre llegar así al colegio, cuando apenas llevas un mes trabajando. Si los alumnos no te hubieran visto no habría pasado nada, pero tenías que hacerte el valiente y venir a exponerte frente a todos, ¡frente a los alumnos! ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué les voy a decir a los apoderados? ¿A la jefa del ministerio? Si esto se llega a saber en el ministerio estás cagado, y de por vida. No volverás a poner un pie en una sala si esto se sabe, y créeme, se va a saber. Así que ahora necesitas desaparecer, pero no te puedo echar. Menos con lo que nos costó encontrar a un profesor que impartiera el ramo… ¡Y nos tenías que llegar tú, el borracho, el irresponsable! No, esto no tiene nombre. Llevo 20 años dirigiendo este colegio y nunca me había tocado ver nada así, nunca me tocó hablar con un profesor acerca de esto. Por último, las veces que llegó alguno curado, lo mandaba para la casa, que faltara el día, se le descontaba y todos felices, pero cruzaste el límite. Nunca podremos recuperar la poca reputación que le quedaba al liceo. ¿Qué cresta pasó por tu cabeza? ¿No pensaste en lo que podía pasar? De sólo imaginar lo que pasó y lo que se nos viene, Dios mío, en el nombre del Padre, del hijo, del espíritu santo. Aún no puedo creerlo. La cagaste. Sé que eres un buen profesor, pero eso no basta. Ahora no importa cómo hayas sido en la sala, si eras bueno en tu pega, si tratabas bien a los alumnos, aunque el puntaje del SIMCE y la PSU se vayan a las nubes, aunque salgan todos los alumnos becados por notas, nada de eso hará que los apoderados se olviden de esto, y lo van a sacar a colación bajo cualquier excusa. Si pudiera te echaría, pero ahora te rajaste, por puro que no podríamos encontrar otro profesor, pero tenlo presente, ésa es la única razón por la que estás. Ni pensar en renovarte el contrato. Búscate otro colegio, si es que puedes.

4.- Karina:
¿Qué hiciste, mi amor? ¿Por qué no me dices nada? Llevas ahí acurrucado un buen rato, con cara de preocupación. Venga, cuéntele a su Negrita qué pasó. No, mi amor, relájese, venga, acomódese, yo le rasco la cabeza. Pero hábleme, dígame por qué está así, por qué está tan triste. Ya pues, no se quede callado, no le hace bien. Acuérdese que me prometió que no me iba a ocultar lo que le pasaba, ¿se acuerda? No me diga que es difícil, usted sabe que para mí también ha sido así, pero no podré confiar totalmente en ti si no me dices qué te pasa, ¿cierto? Ya, entonces cuénteme. ¿Por qué me dice eso? ¿Por qué me dice que la cagó? ¿En serio hiciste eso? Pero eso es gravísimo pues, mi amor. ¿Qué le dijeron? Mínimo que te hayan dicho eso, obvio. Menos mal que no te van a echar, eso sí sería terrible, pero claro, perdiste todas las manos de ahí. Es terrible, qué penca. Sí pues, la cagaste, y no te lo digo sólo yo. Claro que sí, yo sé que te sientes mal, pero es lo que buscabas, ¿no? Tú siempre dices que a la gente hay que darle lo que quiere, y tú querías lástima, querías ser el más fracasado de todos, y lo lograste, lo hiciste, estabas en la cima y te mandaste ese cagazo. Agradece que no te echaron, y te lo digo en serio. Y ojalá que ni mis papás ni los tuyos se enteren, porque ahí sí que queda la grande, te aseguro que tus papás viajarían para tratar de internarte, y me tinca que tú no quieres eso. En todo caso, de más que te van a mandar a los Alcohólicos Anónimos o a alguna volada de esas para que permanezcas en la pega y que sea requisito para postular el otro año. ¿Qué? ¿Con la jefa regional? ¿Mañana? Vas a tener que ir lo más arregladito posible, y muy humilde, pídele disculpas sinceras, explica que estabas deprimido, no sé, porque terminaste conmigo o algo así, pero dilo de entradita. Y no reclames por lo que te vayan a decir, calladito no más, mira que te conozco y eres capaz de decirle algo a la vieja porque no quieres aceptar el castigo. Sea lo que sea, no reclames, y agradece que te dejen seguir en la pega, pues. Que no se te olvide. ¿Tienes esa ropa limpia? Anda a buscarla a la casa, trae la ropa sucia, el vestón para que lo limpiemos, los zapatos para lustrarlos, una camisa linda y no tan oscura, con corbata. Trae esas cosas, lavamos lo necesario y te quedas a dormir acá, ¿te parece? Ya anda, yo te espero.

5.- El Comandante Dureza:
¡Oh, huevón, no puedes haberte mandado una cagada así! ¿Qué vas a hacer ahora? Puta que la cagaste. Pero, ¿no puedes tomar? ¿nada? Chucha, huevón, qué paja. Ojalá te vaya bien mañana, yo voy por una pilsener, nos vemos luego.

6.- La jefa regional:
Creo que ya hemos escuchado lo suficiente. Le diré lo que irá a pasar, sin rodeos, para no hacerle perder el tiempo ni que usted me haga perder el mío. Lo primero es que, por ahora, conservará su empleo. Este incidente se mantendrá en el más absoluto silencio, así que no quiero comentarios de ninguna especie, ni aquí ni en ninguna parte. Si llego a saber que algo se filtró, no dude en que lo apuntaré a usted. Como segunda cosa, usted estará un mes fuera. Dos semanas por licencia, y dos semanas por las suyas, nadie le firmará una segunda licencia. En ese mes, usted buscará asistencia para remediar su alcoholismo, y se abstendrá de beber de inmediato. No, no me interesa lo que le dijo el doctor, capaz que usted haya considerado volver a empinar el codo cuando terminara la licencia. Bueno, eso no va a pasar, créamelo. Como tercera cosa, al finalizar el año, retire su cheque y nosotros le daremos una tarjeta de un banco, pues no queremos que vuelva. Y eso es “nunca más”. Ni currículum, ni vacaciones, ni ver a los amigos, nada, no viene no más. Por ahora, tiene un mes para preparar un discurso para cuando vuelva a clases, porque tendrá que explicar qué fue lo que pasó, y tendrá que hacerlo muy bien. Puede retirarse, y recuerde: no se queda aquí porque queramos. Hasta luego.

7.- La madre:
Pero hijo, es muy grave lo que pasó. Nosotros nos enteramos acá porque la hija de una vecina vio la noticia por Internet, y pensamos al tiro con tu papá “no será él”. Y eras. Yo sé que no siempre haces las cosas bien, pero por una vez en tu vida, hazle caso a tu madre y tranquilízate, de verdad. Puedes venirte para acá, no te vamos a juzgar con tu papá. Pero se nota que necesitas ayuda, de verdad. Piénsalo, si necesitas reponerte, vente para acá no más.

8.- El colega buena onda:
Tranquilo, compadre, esta huevada va a pasar, si total, la vieja no te va a echar. Ah, o sea que no te echó. Piola, entonces, poh huevón. Mira, de esta huevada nadie se va a acordar en un año más, estás cagado de la risa. Vamos a tomarnos un roncito, no te achaques. Vamos, huevón, yo te invito. No pues, no te quedes encerrado en la casa, ¿para qué te vas a quedar allá, achacándote? Ya, pero vamos poh, huevón. No seas maricón, dale, el último trago antes de la rehabilitación, ¿aló? ¿Capitán? ¿sigues ahí?

9.- El final:
Así que ahora me siento en el sillón y me pongo a ver tele, 60 canales en los que no hay ninguna huevada para ver. Qué mal. No puedo dejar de pensar en todo. Menos mal no quisieron entrar acá a la casa, a ver el despelote que tengo y la cantidad de colas y envases de copete que tengo botadas por ahí. Mierda, quiero una cerveza. La última, aquí solito, frente al televisor, una gran y helada lata de cerveza. Pero si me vieran comprando, todos me caerían encima. Debí haberle hecho caso a esa vocecita en la cabeza que me decía que no tomara ese último ron, anoche, pero claro, siempre quiero más, siempre. Si me tomo el primer vaso, me tomo el último. Y ahora, es el último. Ni yo me lo creo. Pienso en lo que me han dicho todos. Es mi hora, quizás. Después de todo, hasta el alcohol pasa. Creo que debo volver a fumar, entonces, o hacerme adicto a los programas de citas en televisión, algo que no le haga daño a los demás, y que no deje efectos malditos como el que me mandé hoy en la mañana. No sé si en Batman fue que leí algo así como “no nací, me cagaron”. Bueno, eso es aplicable ahora: no nací, me vomitaron. Así que ahora, a limpiarlo todo, a enderezar las cosas, a botar los envases y las colas, a ser un tipo decente. Mierda, ni yo me lo creo. Habrá que ver.

viernes, julio 10, 2009

XII.- MUÑECAS

MUÑECAS

A veces hay historias que uno escucha por ahí, y que resultan de tal manera significativas, que uno no tiene cómo deshacerse de ella, aunque tampoco se sepa muy bien cómo plasmarlas. Por lo tanto, se podría decir que esto es apenas un intento, un bosquejo de algo que busco, que lo tengo frente a mis narices y que me ha partido la cabeza en varias ocasiones, en tentativas que se han ido multiplicando con el tiempo. Hoy encontré no uno, si no dos manuscritos a medio terminar que intentaban narrar la historia que contaré, y para la que siempre he tenido en mente el título de “Muñecas”. Pues bien, la historia comienza aquí:

Íbamos con Duarte al mismo pub en donde habíamos visto quedarse dormido en la taza, con la mierda desparramada, a aquel adorable curado que se lo quería meter a un perro. Nos encontramos con Kathy, la novia de Duarte, y un par de amigas de Kathy con las que nos veníamos juntando desde hacía un rato. Siempre quedábamos los viernes por la tarde, después de las siete u ocho de la noche. En el local ya nos conocían, y éramos de los privilegiados que dejábamos los bolsos y chaquetas dentro de una trastienda al fondo de la barra, podíamos servirnos solos y cancelarnos nosotros mismos en la caja, o incluso pedir alguna cerveza al lápiz de vez en cuando. Ahora era un cumpleaños, el de una de las amigas de Kathy, una chica morena y de ojos grandes llamada Magali. Pololeaba con un tipo llamado Guillermo, que no se encontraba en ese momento. La otra amiga era Carola, una chica que había terminado hacía poco con su novio de años, y que aún se encontraba resentida por ello. Ellas ya estaban allá cuando llegamos con Duarte, directo desde Conchalí. Para variar un poco, pasamos a comprar un par de porros y ya íbamos bien volados. A Duarte se le notaban los ojos chicos, y tenía una sonrisa estúpida en la cara, que se amplificaba cuando su novia le decía cualquier cosa. Yo me senté frente a él, así las chicas nos rodearían. Las saludé a todas de beso en la cara, y felicité a la cumpleañera, dedicándole una sonrisa sincera. El tiempo comenzó a fluir con velocidad, la gente hablaba y reía y las botellas de cerveza comenzaban vaciarse. De pronto el tránsito de la gente por la calle comenzó a hacerse más activo y en un solo sentido. Debíamos haber llegado antes de las siete, pues a esa hora debían llegar los internos que ocupaban el Centro de Reclusión Nocturna (¡vaya nombre para una cárcel!), y que estaba a menos de una cuadra hacia el oriente. Se me ocurrió que sería un lindo gesto regalarle un cigarro a uno de los presos, al primero que pasara o que se detuviera frente a la reja que separaba la terraza de la vereda. Llamé a un par de tipos que no me pescaron, pero el tercero se paró en la reja. Le ofrecí una cajetilla de cigarros que andaba trayendo desde hacía un rato, y se lo extendí por entre las mallas metálicas. “Compadre, para que palee un poco el aburrimiento”. “Gracias, hermano”. Tenía pinta de hippie, con una polera multicolor, unos pantalones de hilo café, zapatos de gamuza y un morral tejido que llevaba a su costado. Sus ropas estaban sucias, avejentadas, llevaba una gruesa barba y el pelo hecho dreadlocks, su rostro parecía muy viejo, con grandes surcos que lo volvían más expresivo. Olía como el demonio, pero me dio un sincero apretón de manos, y me dijo “gracias, hermano, hoy es mi cumpleaños y es el primer regalo que recibo”. Todos quedamos perplejos, le di la cajetilla entera y el tipo se fue corriendo ansioso, como si hubiera recibido un enorme premio y tuviera compulsión por cobrarlo, o como un niño al que se le regala un dulce y quisiera compartirlo con sus amigos.

- Eso fue lindo –me dijo Carola.
- Sólo fue una cajetilla, yo puedo comprarme otra.
- Ése no es el punto. La cosa es que nadie más se había dado cuenta de que pasaban, y menos se preguntaban quiénes serían aquellos tipos.
- Todos saben quiénes son.
- Yo no, no tenía idea –replicó Carola.
- Yo tampoco –dijo Kathy, abrazada a Duarte, que seguía con un vaso pegado a su mano.
- Bueno, ahora lo saben. Eso no cambia mucho las cosas. Nosotros seguimos aquí, ellos siguen teniendo que venir cada noche.
- Pero ese tipo te dio la mano, y era su cumpleaños –dijo Carola.
- Pudo estar mintiendo.
- Eso no es importante, a lo mejor es el primer regalo que recibe en meses. Además, está de cumpleaños el mismo día que Magali.
- Bueno, salud por eso –levanté mi vaso y los demás siguieron el ejemplo. Quise olvidar la situación, no darle tanta importancia, pero no pude dejar de sonreír sólo por un instante.
- Eso me recuerda otra historia, también en un cumpleaños –dijo Magali.
- A ver, cuéntala.
- No, es muy triste.
- Ya pues, cómo no la vas a contar, si ya empezaste.
- No, es que de verdad es triste.
- Cuéntala. Después estaremos tan ebrios que ni nos acordaremos –no fue mi mejor argumento. Me sentí bastante huevón, pero ella se rió.
- Bueno… aquí va.

Una amiga suya, Fernanda, tenía una hija que estaba a punto de cumplir cinco años. Como era todo un evento para la pequeña, la madre organizó una fiesta casi a regañadientes, pues trabajaba duramente por un sueldo mísero, y sólo tenía un par de piezas que arrendaba en un cité del centro. La niña se llamaba Violeta, y se habían visto con Magali varias veces, debido a que Fernanda iba con cierta regularidad a contarle sus dramas, y no podía dejar a la pequeña sola. Después de un tiempo, Violeta comenzó a jugar con Magali, y se habían hecho muy amigas, así que se podía decir que la invitación era directa de parte de la festejada. Magali se perdió antes de llegar a la fiesta, pues nunca había ido a casa de Fernanda, y Violeta había hecho notar esta situación, decidida a que cambiara, y le dijo a su madre un argumento que no pudo rechazar para la fiesta: nunca volvería a tener cinco años. Bastó un llamado por celular para que Fernanda saliera a buscar a la perdida, y la llevara por el espeso barrial que se formaba en la estrechez del cité, luego de atravesar un enorme portón negro que separaba al interior de la calle. Era un camino oscuro, además, incluso de día no llegaba la luz del sol. Así que el lugar era húmedo y frío en invierno, y asfixiante en el verano. En las dos piezas había música, un par de adultos sentados en los sillones bebiendo pisco sour, y varios niños jugando alrededor, con sombreros de colores en sus cabezas, y serpentinas y challas que colgaban de las paredes. Magali saludó a los grandes, que parecían estar muy cansados de quizás qué.

- Oye, tu casa está linda –dijo Magali. Lo decía en serio, aunque no podía obviar el hecho de que era un sitio muy pobre.
- Gracias, pero no es tanto. No me gusta vivir aquí, lo hago porque no tengo otro lugar. Mira, acá –se paró frente a ella en la misma habitación, y mostró todo lo que la rodeaba- está la cocina y el living-comedor, todo en uno. El baño está afuera, a mano derecha, te aviso al tiro por si te da por ir.
- ¿Y el dormitorio?
- Está por acá –la llevó hacia la derecha y cruzaron una puerta emplazada en un delgado tabique que servía de separación. El dormitorio era mucho más oscuro que el living. Había una cama de dos plazas, un velador y una mesita pequeña con libros y útiles escolares, además de mucha ropa tirada por ahí y algunas cosas que la oscuridad ocultaba-. Acá dormimos las dos con la Violeta.
- ¿Y dónde está ella?
- Por ahí debe andar, jugando. La saludas cuando volvamos.
- Quiero entregarle el regalo.
- Despreocúpate, le llegaron hartos regalos, así que todavía los está inspeccionando y mostrándoselo a sus amigos.
- ¿Esa muñeca también? –preguntó, apuntando a una enorme muñeca que estaba guardada en una caja sobre la cama, sobre una estantería, y que se hizo visible cuando Magali se acostumbró a la oscuridad.
- No, ésa se la regalaron hace rato.
- Pero es preciosa, mírala, qué linda. Parece una niña de verdad.
- Lo sé. Se la regalaron cuando nació, un amigo que yo tenía en esa época, y que lo he visto muy poco después de que terminé con Carlos.
- ¿O sea que hace cinco años que la tienes ahí?
- Sí, la Violeta me ha pedido que la saque, pero no he querido hacerlo. Siempre ha estado en la caja.
- Pero huevona, cómo no se la pasas. Hace cinco años que la tienes ¿Por qué no se la pasas para que juegue un rato?
- No se la paso porque… chucha, qué fuerte decir esto… no se la he pasado nunca porque es lo más caro que hay en la casa…

Magali no supo qué decir. Era una idea tan compleja concebir la pobreza así, mirarla así. Sólo se quedó mirando a su amiga, sin poder decirle nada. Sentía los ojos llorosos, pero no quiso soltar ni una lágrima, era el cumpleaños de Violeta.

- ¿Por qué no la sacas? Un momento, para que juegue con ella.
- Pero son cinco años, es lo más caro que tengo
- Es el cumpleaños de tu hija. Ella misma lo dijo, no volverá a tener cinco años.

Aquel maldito argumento le volvió a pegar de manera irrefutable. Fernanda no tuvo otra opción más que bajar la muñeca con caja y todo, llamar a su hija, que corría entrando y saliendo con regularidad de la casa, mientras sacaba con sigilo a la muñeca del envase. Cuando Violeta escuchó su nombre y advirtió que estaba Magali, partió corriendo a darle un fuerte abrazo a sus piernas. Llevaba un vestido blanco, con vuelos y una gran faja púrpura que le daba la vuelta a su panza y que estaba amarrada en su espalda, además de medias blancas y zapatos morados. Unas bellas alas de angelito estaban adosadas a sus hombros, y todo era complementado con un cintillo de la misma tela que llevaba en la barriga. Se veía hermosa.

- ¡Hola, tía Magali!
- Hola, mi amor, feliz cumpleaños. Mira, te traje un regalo –abrió su bolso y hurgó dentro, hasta que sacó un pequeño y hermoso paquete, que se lo entregó a la niña extendiendo su mano. Se había colocado de tal manera que la niña no podía ver lo que su madre hacía.
- ¡Gracias, tía! ¿Qué es?
- Tendrás que verlo solita, porque no te quiero embarrar la sorpresa. Además, te tengo otro regalo.
- ¿En serio? ¿Y qué es?

Entonces Magali se hizo a un lado, y su madre le ofreció aquella inmensa muñeca rubia, que aún conservaba las pilas originales y que nunca había estado expuesta al aire, al polvo, a nada. Violeta miraba a la muñeca, como hipnotizada. Dio un paso muy breve, de manera que quedaron con las miradas enfrentadas. Violeta no decía nada, parecía congelada; extendió de pronto los brazos, y rodeó al juguete, lo abrazó con mucha fuerza, pero aún permanecía muda, al igual que la muñeca y su expresión estática. Magali miraba la escena esperando que algo ocurriera, pero Fernanda parecía casi tan inmóvil como su hija, aprisionadas sus manos en un agarrón mutuo, como si rezara. Finalmente, la niña dejó caer una lágrima por su rostro, y luego fue otra, y varias más les siguieron. Ninguna se movía. Sólo Violeta atinó a decir algo, que era lo más apropiado para ese momento, y que ninguna pudo haber dicho: “Feliz cumpleaños”. Y siguió abrazando a su muñeca.

Todos estábamos boquiabiertos. Era una historia preciosa, de verdad. Prometí que en algún momento la escribiría, y de eso han pasado ya unos cuantos años. Aún recuerdo la impresión que me produjo, y creo haberla contado unas cinco veces en algunos lugares. Pero nunca olvidaré que la escuché ahí por primera vez, el silencio producido y la sensación de querer abrazar a la pequeña y a su juguete. “Y en este momento todos lloran” dijo Duarte. Nos cagamos de la risa. Cuando dejamos de reir, alzamos los vasos de nuevo, e hicimos salud. “Feliz cumpleaños” repetimos todos, y nos quedamos en silencio unos cuantos minutos. Afuera, ya no pasaba ningún preso.

miércoles, julio 08, 2009

XI.- ELLA

Hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano…

Esto era distinto, sin lugar a dudas. Tenía la piel tensa, los brazos estirados, una sonrisa congelada en el rostro que no supe ni quise ocultar, y una expectativa enorme. Me lanzó una mirada indescifrable, de esas que dicen de todo en un solo segundo, cuando todo se cae a pedazos y uno se hace el loco intentando recomponer las cosas, pero entonces aquel caos instantáneo empieza a tener sentido, totalmente distinto, sin lugar a dudas. Algo así me ocurrió a mí, cuando Mario, mi primo, me dijo “¿Ves a la chica que va allá, con muletas? Ésa es tu hermana…”.

No sé si ocurrió así, pero creo que puedo imaginarlo, comprenderlo de ese modo. A lo mejor es pura ficción, pero qué importa. Todo esto me pregunto mientras escribo ahora, y capaz que todo pase piola como un cuento, aunque no faltará el que se pregunte si esto de verdad fue así. Si lo recuerdo, sonreiré, y pensaré en la palabra “quizás”. Pero en una de esas, puede que la historia haya comenzado con mi padre muy joven, aburriéndose hasta el hartazgo en Dichato, una pequeña bahía al norte de Concepción, pasando por Lirquén, Penco y Tomé. De hecho, él mismo comentó un par de veces que había un dicho a raíz de que en este último lugar, el lema del escudo municipal decía “Tomé es amor”, lo que era complementado con “Penco ternura y Dichato, cacha segura”. Es que en el lugar en donde vivía mi viejo su adolescencia, sólo había tres cosas divertidas de hacer: trabajar, beber y culear. Cansado ya de las tres cosas, se fue a la capital, buscando mejor pega, mejor carrete y mejores mujeres. Imagino que durante los primeros meses debió juntar el dinero suficiente para ir a ver a su mamá, mi abuela, quizás en un fin de semana largo. Lo que es seguro, es que mi viejo cambió el aserradero donde lo llevó mi abuelo a que trabajara para ayudar a sus hermanos, por una fábrica textil en donde trabajaba de noche y salía de la pega temprano en la mañana, listo para meterse al cine. Varias veces nos sacó pica a mi hermano y mí porque estuvo presente en el estreno de “El Padrino”, la primera función que dieron en Chile. Pero ahí, de vuelta por primera vez en la bahía, luego de que se fuera, sin plata en los bolsillos, pero con actitud canchera, invitaba a tomarse una pilsen a los amigos, los mismos que antes compartían laburo con él, al bar de la Rosita, que terminó casándose con uno de esos mismos amigos. Y entre chela y chela (que en esa época eran de a 600 cc., pero que venían en cajas de madera de a veinticuatro), se le acercó la polola que había dejado atrás, y le dijo al oído, como coqueteando, “vamos a tener un hijo”, y algo duro y frío bajó lentamente por la tráquea de papá. Igual que la primera vez que se fue, cuando regresó a Santiago lo hizo sin despedirse, excepto de la abuela.

Andábamos los tres en esas vacaciones: Pamela, Mario, y yo. Ella era mi polola de entonces, y él, mi primo. Lástima que después de un tiempo, no volveríamos a reunirnos nunca, pero eso es tema de otra historia. Pero en esa época, éramos inseparables, salíamos juntos a todos lados, ya fueran tocatas, carretes, conciertos, tomateras o cualquier cosa, y poco antes de estar ahí parados en la calle, Mario nos invitó a pasar los días del 18 de septiembre a Dichato, pues él había sido criado por la abuela, y para él ésa siempre había sido su casa. Así que partimos. Llegamos la mañana del 17, justo cuando inauguraban las fondas y ramadas. El pueblo no había recibido tantos visitantes, pero se notaba una cierta vibración producto de la actividad en las calles y en las playas, las hordas de borrachos impenitentes que estaban en su salsa. Con mi primo siempre hablábamos de Rita, mi hermana, y él ya me había dicho un par de veces que si se lo pedía, él me la presentaba. Yo estaba reticente a la idea, después de todo, ella era un tema tabú en mi familia, pues con mi padre tenían nula relación. Al menos, eso pensaba yo. Me inquietaba la posibilidad de encontrarme con ella, con algo que, quisiera o no, me había hecho falta en algún momento. Esa noche, los tres íbamos enfundados en nuestras chaquetas de cuero, y Rita apareció en la conversación.

- Pero dime, ¿qué pasa si ahora te encuentras con ella?
- No sé, huevón, no tengo idea. Capaz que la abrace, no sé. Lo más probable es que intentaría conversar con ella, pero no sé. Depende mucho de cómo nos aceptemos, o si eso no pasa eso último.
- ¿Cuántas veces hemos hablado de esto? Tú mismo me decías que querías conocerla.
- Sí, pero una cosa es que quiera hacerlo, y otra es la reacción que tenga ella. No quiero que se sienta invadida. A lo mejor ella no está ni ahí, y yo llego a molestarla.
- O a lo mejor no –replicó Pamela.
- A lo mejor no, pero igual pienso en ello, y me provoca cierta reticencia. No creo que para ella lo de mi viejo sea un tema cerrado. En una de esas me termina odiando a mí y a mi familia.
- No creo –interrumpió ella, de nuevo-. No tienes nada que perder. Tienes que confiar en ti, no más. Yo sé que lo tomarás de la mejor forma y que a ella la harás sentir cómoda.

Cómo quería creer en esas palabras.

Entonces, un día en la micro, el viejo sale de la pega, con el aire helado de la mañana, frotándose las manos y echando vapor por la boca, y toma asiento al lado de la ventana, de cara a la vereda, y se va mirando a la gente, el vuelo de las palomas, las nubes de algodón que se empinan por el borde de la cordillera nevada, la escarcha que claquea en las aguas estancadas, los autos veloces en la calzada. De pronto, una mujer se sienta a su lado, con un montón de bolsas plásticas llenas de cojines y retazos de tela, que a mi padre le encanta fabricar. Él observa las bolsas, e intenta mirar la cara de la mujer que lleva aquellas confecciones. Es linda, piensa, no es tan alta, es delgada, tiene el pelo negro y largo. Lleva unos lentes que le dan un aire interesante. Para no ser tan obvio, mi padre mira hacia la calle, en el momento en que la micro pasa frente al cine de Santa Lucía, el supercinerama. Dan la última de Clint Eastwood. “Podría bajarme y pasar a verla”, se dice. La mujer que va al lado se queda mirando el afiche en donde sale el actor ataviado de vaquero, con una enorme pistola en su mano, y murmura “ya la vendré a ver”, casi imperceptiblemente. Casi. Mi padre, como quien no quiere la cosa, le pregunta a ella “disculpa, ¿te gusta Clint Eastwood?”. “Claro”, responde ella, “me encanta”. “¿Te molestaría si te invito al cine? Soy admirador de Eastwood”. Ella sonrió. Esa misma tarde, se juntaron a ver la película. Seis meses después, se casaron. Hasta ahora permanecen juntos.

“¿Ves a la chica que va allá, con muletas? Ésa es tu hermana…”. Quedé de una pieza, como despertando de un sueño vívido. La recordaba de chico, no debo haber tenido más de cuatro o cinco años. Llevaba lentes, y colgaba ropa en el patio trasero de la casa de la abuela. Y ahora, está allí, cerca, salgo detrás de ella, corriendo entre la gente. La pierdo un instante, pero de pronto aparece junto a mí, casi tocando mi brazo. Está hablando con alguien más. No soy más que nervios, un montón de temblores que se mueve con lentitud, con miedo. No sé qué mierda pasará, pero lo hago, sin pensarlo mucho toco su hombro, y le digo “¿Rita?”, y ella se me queda mirando como si esperara a que yo le refresque la memoria, que mi cara cuadre en su memoria con la de un amigo o con la de alguien que conoció por ahí, con un nombre, o algo. “Soy el Capitán”. “¿Quién?”, me dice. Yo, tu hermano.

Mi madre llora. No puede con esto, es mucho para ella, tal revelación. Mi padre corre detrás de ella, la voltea con un rápido giro de su brazo, y la abraza, en un intento desesperado para que no se vaya, que se quede ahí, para escuchar lo que tiene que decir. “Sí, tengo una hija. Quería que lo supieras por mí, y que lo supieras antes de, no sé, antes de pensar en algo más importante”. “¿Más importante? ¿y qué puede ser más importante que una hija?”. Hubo un largo silencio, como una navaja. Entonces, así abrazados en medio del caos, se lo dijo: “Tuve que viajar seiscientos kilómetros, venirme desde el mar hasta la ciudad, tomar una micro y escucharte decir que querías ver una película de Clint Eastwood para darme cuenta de que era a ti a la mujer que estaba buscando. No volveré a conocer a nadie más como tú, de eso estoy seguro. Eres lo más importante que ha ocurrido en mi vida, y por eso mismo quiero que seas mi mujer, con todas las de la ley. Puedes pedirme lo que sea, lo cumpliré con tal de ser tu marido”. Ella lloraba. Iba a decir que sí, pero una enorme pregunta se cruzó en su camino. “¿Cualquier cosa?”.

Fuimos a la playa caminando. Debíamos conversar, ponernos al día, conocernos. Ella estaba pololeando, y mi primo conocía al loco. Hicimos buenas migas entre todos al tiro. Nos sentamos un momento en la arena, con el reflejo de la luna quebrado sobre el calmo mar de la bahía. Prendimos un caño y lo fumamos en comunidad. Después de un rato, los otros se fueron y nos dejaron solos con Rita.

- ¿Cómo se siente andar en muletas?
- No sé cómo describirlo, para mí es caminar, no más. Siempre ha sido así –el sonido de las olas no calmaba el silencio. Prendí un cigarro y le ofrecí otro a ella-. ¿Cómo es tu papá? O sea, es papá de ambos, pero para mí no ha sido eso, tú y tu hermano saben cómo es…
- No sé cómo describirlo. Dicen que nos parecemos, pero yo no heredé su carácter. Creo que es un tipo fuerte, pero a veces eso mismo lo traiciona un poco, y continúa siempre más por porfía que por gusto. No sé si me entiendes. Es extraño hablarte de él, tú eres la mayor, se supone.
- Sí, pero nunca estuvo conmigo, excepto algunas veces que lo vi cuando vino para acá. Pero no es lo mismo verlo todos los días a que te lo encuentres en la panadería cada seis meses. Cuando me lo encuentro, siempre lo noto nervioso, sé que soy algo incómodo para él.
- Él no tiene la culpa, creo. ¿Sabes? Siempre quise tener una hermana, pero no se habla de ti en la casa. A veces creo que por esa misma razón siempre quise una, pero no llegó. Mi madre perdió un embarazo hace unos años, nosotros nos ilusionamos todos. Algo pasó, y a mi mamá la tuvieron que intervenir. No sé si tenga relación, pero a lo mejor ella nunca quiso una niña. Sé que es tonto pensar así, pero siempre he culpado a mi mamá de no haberte conocido.
- ¿Ella? Según mi mamá, él se fue a Santiago.
- Claro, pero igual creo que se fue para poder entregarte algo mejor. Pero conoció a mi mamá, y hasta donde sé, como condición para que se casaran, ella le pidió que no te viera nunca más.

No fue así, la verdad. Años después, me enteraría de que mi madre le solicitó no descuidar a los potenciales hijos que tendrían en conjunto, por darle preferencia a Rita. Mi padre, en consecuencia a él mismo, optó por la negación completa. No quiso volver a verla, ni hablarle, ni mencionarla. Nunca contó sus encuentros en Dichato, ni lo que se decían, ni qué le provocaba el verla. Él optó por otro camino, por continuar, casarse con mi madre, y darnos la mejor vida que podríamos vivir. De eso no hay duda, mi padre siempre trabajó para mantenernos, y mi madre igual. Creo que lejos de olvidarla, la imagen de Rita lo perseguía siempre, y por ello se deslomaba por nosotros.

- Me acuerdo de ti, yo estaba chico, y tú colgabas ropa allá arriba, en la casa de la abuela. Eras más alta que yo, llevabas un vestido blanco, tú tendías una sábana o una toalla, el campo estaba verde, así que debía ser septiembre, como ahora. Te empinabas para pasar la tela por sobre el alambre. Pero hay algo que no me cuadra: llevabas lentes
- Nunca he usado lentes. Sólo las muletas.
- No es que quiera confundirte, pero así es como mi mente te recordaba. Eras distinta. Ahora creo que te pareces a una compañera de curso con la que me llevo bastante bien, así que no fue tan difícil aceptar tu cara.
- Bueno, si te llevas bien con ella, supongo que podrás llevarte bien conmigo. Llamemos a los chicos para que entremos a la fonda.

La seguí. Ya habíamos conversado durante largo rato. Cuando los demás volvieron, los abracé. Nos fuimos todos hacia la fonda, donde no había que pagar entrada. Había que festejar este encuentro, la reunión viva de una fractura. Es el tipo de alegría que nos llega una o dos veces en la vida. Así que nos emborrachamos en conjunto, reímos, hablamos, nos abrazamos y bailamos hasta cansarnos, incluso Rita, incluso yo que no bailo nunca. Pero bailamos, y cantamos, y celebramos. Por ella, por mí, por mi hermano, por mi padre, por nuestros padres, por todos, por siempre. Y siempre.

Hasta siempre.

miércoles, junio 17, 2009

X.- MOCHA

Era una verdadera maraca. Me había dejado plantado por última vez, eso era seguro. Pero ¿qué podía hacer yo ante ese hermoso culo, esas tetas de infarto y sus labios, esos carnosos labios que ya me los veía haciéndome un mamón? Por lo mismo, ya la había perdonado dos veces, pero ahora era distinto, de eso no cabía duda. Decidí llamar a otra chica, una amiga a la que igual le tenía ganas. “Hola, ¿Pamela? Oye, sé que es algo encima, pero ¿te gustaría ir a un recital? Sí, tocan Divididos, Mandrácula y Triciclo. Sí, mira, es que tengo dos entradas y no sabía a quién invitar… ¿te tinca a las nueve? En la Alameda con San Martín. Sí, es en el Teatro Teletón, nos podemos ir caminando mientras nos fumamos un porro. Ya pues, nos vemos más ratito”. Pam no estaba nada mal, tampoco, aunque era distinta a Coté, la que me había plantado. Tenía buenas piernas, era menuda, con ojos grandes y labios generosos. Además, le gustaba el metal, lo que era una ventaja, si se quiere. No sabía si le iban a gustar las bandas que irían a tocar aquella noche, pero yo iba por Divididos. Mal que mal, llevaba plata en el bolsillo, unos condones en la billetera y cinco lucas en pitos. Nada mal, estaba seguro de que sería una gran noche, aunque no hubiera partido de la forma que hubiera querido. Pero ya estaba, minas siempre habrían y ya tenía otra cita.

“Hola Pam”, “Hola Capitán”. Nos encontramos en el lugar que acordamos, y el saludo fue un beso en la cara más bien frio. Saqué mi cajetilla de Marlboros y le ofrecí uno de entrada, pero lo rechazó. Tenía los suyos, Belmont blancos. También saqué un porro, y lo prendí después del cigarro. “Es paragua”, le dije. “No importa, no soy regodeona”. Nos fuimos fumando por el centro.
- ¿Cómo has estado? Hace rato que no nos vemos
- Más o menos. Terminé hace poco con un loco que era más celoso que la cresta. Además, le gustaba el jazz, así que no íbamos juntos a ninguna parte, a ninguna tocata. Cacha que la última a la que fui era la de Morbid Angel, y tuve que ir sola. Menos mal me encontré con algunos amigos en el estadio, o si no, yo creo que me hubieran agarrado el poto todo el rato.
- Qué mala… pero, ¿qué onda? ¿el loco te pegó?
- No, cuando lo intentó le mandé un combo en el hocico y hasta ahí llegó. Lo mandé a la chucha.
- Menos mal lo paraste, pudo haber sido peor. Pero no entiendo cómo lo conociste –hubo un silencio incómodo. Supuse que no quería hablar de él -. Ya, olvídalo. No importa. Menos mal lo paraste.

Adentro, estaba tocando Mandrácula, con la formación original. Alejandro Silva estaba inspirado en la guitarra. Nos llevamos la sorpresa de que vendían copete adentro. Ni lo dudé, y le invité un trago a Pam, un ron cola. Yo pedí lo mismo. Mi cabeza estaba en las nubes, y mis párpados se caían. Seguro que tenía los ojos rojos. La gente paseaba de un lado a otro, muchos esperaban su turno en la barra, y otros, en unos balcones acondicionados como salones VIP, subían los pies a los barandales y dejaban sus vasos vacíos en las bandejas que llevaban un grupo de garzones. Frente al escenario, los fanáticos más desatados de la banda gritaban y cabeceaban con tal intensidad que de seguro al otro día amanecerían con tortícolis.

- ¿Cachaste? Está Alejandro Silva.
- ¿Quién?
- Alejandro Silva. Lo que pasa es que no se sabía si iba a estar hoy con el resto de la banda. Lo que pasa es que es el más conocido de todos los integrantes. Lleva tiempo ya tocando solo.
- Ah, no sabía.

Los hielos del ron cola comenzaban a derretirse, aguando el trago. Ya saldrían a Tocar Divididos.

Comenzaron con “Alma de budín” y continuaron con “Elefantes en Europa”, “Sábado”, y luego siguieron varios temones, entre ellos “Qué ves”, “Paisano de Hurlingham”, “El arriero”, “El 38”, “Sobrio a las piñas” y “Cajita musical”. En “Paisano…” a Mollo le tiraron una zapatilla al escenario, a manera de tributo. Mollo la pescó, la miró, y tocó con ella un solo incendiario. Mierda, qué buen recital. Nosotros con Pam estábamos de la mitad del teatro hacia atrás, de pie, mirando a aquella banda hacer lo suyo. Ella parecía un tanto aburrida, pero la comprendía. Claro, hay una diferencia adrenalínica importante entre Morbid Angel y Divididos. Fui por más ron, ella esperó mientras yo hice la fila. Intenté hablarle, pero la música estaba demasiado fuerte y el recital demasiado bueno como para insistir. Volvimos al mismo lugar hasta que se fueron entre aplausos y después de dos bis. Cuando terminó todo y bajaron el telón, la invité al Bar de René a tomarnos unas cervezas. Yo iba a mil, ella parecía un tanto desencantada. “Sí, estuvieron buenos”, me dijo, “pero igual yo nunca voy a cosas así, siempre voy a tocatas más metaleros”. No hubieras podido notarlo si la hubieras visto en la calle, parecía simplemente una chica normal, linda, pero siempre escuchaba metal, desde Slayer hasta Vital Remains. Saqué otro porro y se lo ofrecí. Caminamos de nuevo hasta la Alameda, fumando. Comenzaba a refrescar, y la noche sin estrellas de Santiago se volvía más oscura.

El bar bullía de actividad. Las mesas estaban repletas, y era difícil pasar hasta el fondo entre tanta gente. A gritos, logré que me vendieran dos Escudo y dos vasos plásticos. Pasamos hasta la parte de atrás por un estrecho pasillo en donde rondaban varios tipos con poleras metaleros y varias chicas de minifalda y medias caladas. El humo flotaba en el aire, y los extractores no daban abasto. En un rincón apartado, una mesa se desocupaba. Parecía que mi suerte comenzaba a mejorar. Nos sentamos y dejé la cajetilla encima, los blancos se le habían acabado a Pam. Serví cerveza en su vaso, cuidando de no estropearlo con demasiada espuma, pues el gas se va con el exceso y la cerveza pierde sabor. Datos de borracho. Empezamos a conversar más animadamente a medida que bajaba el contenido de las botellas. Después de un rato en que nos habíamos olvidado de los metaleros, del humo, del atiborrado pasillo, ella se paró y fue al baño, que quedaba en el segundo piso. Mientras subía por la escalera, le di una mirada a sus piernas. Sí, estaba bastante buena. Saqué un cigarrillo y prendí, echando el humo por la nariz. Me eché hacia atrás en mi asiento. Un grupo de tres locos y una mina se sentaron en la mesa del frente, con tres cervezas. Empezaron a llenar sus vasos. La chica era linda, pero tenía cara de ser muy pendeja. “Ahora voy a jugármela”, me dije, y bebí un trago de cerveza. En los parlantes sonaba Danzig, nada más apropiado. Pam venía bajando, traía una sonrisa en sus labios carnosos. Se acercaba a la mesa. De pronto, uno de los tipos que se había sentado en la mesa del frente dice “¡Pam!”. Ella se da vuelta, lo mira con sorpresa y lo saluda con un abrazo. La chica, en tanto, se perdía en un largo y salivoso beso con otro de los tipos. “Cagué”, me dije. Pamela me miró y con un gesto indicó que me fuera a esa mesa. Acepté a desgano. Los saludé a todos y me senté junto a ella, pues era la única a la que conocía. Ella siguió hablando con su amigo, yo seguí bebiendo, hasta que cerraron el lugar y ya no siguieron vendiendo cervezas. Los seis nos vimos de pronto en la calle. Todos los que estaban dentro del bar seguían ahí, en la vereda. “Me voy”, le dije a Pam. “No, no te vayas, van a abrir acá al lado”. Le hice caso, pensando en que quizás tendía una última oportunidad con ella. Claro, a veces uno es tan huevón. Saqué un porro y lo prendí para compartirlo con la bandita con la que andaba. La mina con cara de pendeja estaba cocida, apenas se mantenía en pie, y el tipo que se la había estado agarrando no paraba de tocarle las tetas. Seguro que el porro ya no le haría nada. No pasó media hora y abrieron el local de al lado. Nunca había entrado ahí: era un galpón enorme, con algunas mesas en las orillas y una pequeña y estrecha barra en la que todo el mundo intentaba pasar por encima del resto, estirando las manos con billetes entre los dedos. Un par de orientales pasaban las cervezas mientras un tercero contaba el dinero con un cigarro colgando de la boca. Era extraño. Compré dos cervezas y me fui hasta donde estaba el resto de la gente, que fumaban con desgano. La música era fuerte, estridente. El lugar estaba repleto. La chica borracha se había ido con su galán, y el otro tipo que quedó solo se perdió entre la multitud, así que sólo éramos Pam, su amigo y yo. Nos tomamos la primera cerveza rápidamente, casi sin hablar. Cuando se acabó, Pam se me acercó y me dijo al oído “nos vamos”. Supuse que ese “nos” no me incluiría a mí, y no me equivoqué. Me dio un beso en la mejilla, el tipo me dio un apretón de manos y yo me quedé con mi cerveza. “Me la tomo y me voy”, pensé. No era que tuviera mucha más opción, así que sólo me quedé tranquilo, sentado en el borde de una mesa, mirando a la gente que reía con sus enormes bocas abiertas y a los que bailaban sin ritmo ni intención. De pronto, un tipo se me acercó, bailando. Iba vestido con ropas buzo y un jockey Nike en su cabeza. Movía los hombros y estiraba sus labios frente a mi cara. Yo lo miraba, y bebía. La tercera vez, le paré el carro. La quinta, le dije “huevón, córtala, no quiero atados”. Cuando ya había perdido la cuenta de las veces en que el culeado hizo lo mismo, le dije por última vez “mira concha-de-tu-madre, para tu hueveo o te voy a sacar la chucha. No estoy hueveando”. Sonrió, y se perdió en medio de la gente. Respiré aliviado, pues no me gusta pelear. Empiné el codo y me mandé un buen sorbo de cerveza, quería irme rápido de ahí. Llevaba poco más de la mitad. Entonces, volvió, meneando los hombros y estirando sus manos hacia mí, lanzándome besos. La mierda me hirvió. Ya lo había intentado todo y el maricón culeado no me había hecho caso. No le dije nada, sólo le planté un combo en el hocico con tal rabia que saltó hacia atrás, desestabilizado. Estaba a punto de lanzarme sobre él para agarrarlo a combos, cuando tres tipos me sujetaron. Eran los guardias, unos mastodontes de metro ochenta, que tiraban, alejándome del maricón. “¡Ya, me voy!”, grité, intentando liberarme, “¡Pero quiero que todos sepan que ese fue el culeado que empezó!”, y salí. Afuera, busqué el último billete de diez lucas que me quedaba, pero sólo encontré un porro. “Mierda”, pensé, y partí a buscar un cajero automático. Saqué mis últimas lucas, y partí a tomar un taxi, el primero que pillara. Comenzaba a amanecer ya. Una vez arriba, eché los billetes en la billetera, y miré los condones que no se habían movido de ahí. Miré la calle, la gente volviendo de los carretes, la luz brillando en el borde de la cordillera, el tráfico que comenzaba a inundar las calles. Era el peor cumpleaños que había pasado.

lunes, junio 08, 2009

IX.- DERROTEROS (continuación)

A Juanito lo conocí apenas llegué al barrio. Fue la primera persona con quien hablé, y de qué manera hablaba. Parecía siempre tener algo que decir, pero era simpático y, de cierta manera, muy ingenuo. Cándido, casi. Una vez, en un carrete en mi casa, le jugamos una pequeña broma que lo dejó muy mal: le dimos bicarbonato para que jalara, haciéndole creer que era coca. Se metió al baño con Cristián, que llevaba un paquete que habíamos preparado, y le dijo que jalara no más, con confianza. Juanito ni la probó, llegó y aspiró con fuerza, y salió del baño pellizcándose la nariz y diciendo “¡oh, está terrible de buena!”. No dudo que se hubiera sentido duro, el efecto placebo funciona durante un rato, al menos. Pero en menos de media hora, comenzó a sentirse mal, y luego de un rato estaba echado en mi cama, con los párpados irritados, mientras movía la cabeza de un lado a otro, balbuceando la misma frase una y otra vez: “¿qué me dieron?, ¿qué me dieron?”. Nosotros nos apretábamos la guata de la risa. Años después, me enteraría del daño que hace el bicarbonato al tabique nasal, así que, a lo menos, me podía imaginar lo que debió haber sufrido Juanito. Años después, lo operaron del corazón, pues tenía una afección congénita. Todos los del barrio lo fuimos a ver al hospital, y le llevamos regalos y varias cosas para que no se aburriera en las noches. Sin embargo, al salir, quedó un tanto traumado por la enorme cicatriz que subía por su esternón, y nosotros nos mofábamos de ello. Una vez, estando en la playa, todos nos fuimos a bañar, pero él rehusó meterse al agua, pues tenía cierta reticencia a mostrar su cicatriz. Pero de pronto, se decidió, y se lanzó al agua con la polera puesta. Todos nos empezamos a burlar de su actitud, así que se la sacó, y no le dio importancia al recuerdo de la operación. Sin embargo, Andrés lo apuntó con el dedo y gritó “¡miren! ¡a Juanito se le pegó una alga!”. Todos nos cagamos de risa. Hace casi un año, cuando yo ya llevaba un tiempo viviendo en Puerto Montt, estaba carreteando en casa. Era día domingo, y varios estábamos desde la noche anterior a punta de falopa. Serían las cuatro de la tarde cuando me di por vencido. “Voy a dormir, mañana tengo que trabajar”, dije, y me fui a acostar a mi cama. Dormí profundamente, y cerca de la una de la mañana, mi celular comenzó a vibrar, pues había recibido un mensaje de texto. Era de Viviana, una amiga del barrio, y decía “Se murió Juanito hace una hora, de un infarto”. Me asusté. Él era apenas un día menor que yo, y se había muerto de un ataque al corazón. Según supe después, había ido a jugar a la pelota, y cuando volvió se fue a duchar. En eso estaba cuando se desplomó. Todos asistieron al funeral, pero yo no podía ir. Las veces que he vuelto a Santiago, no me he hecho el tiempo de ir a verlo. Mi madre me contó que mi padre, al enterarse de la noticia, llegó llorando a casa, y le dijo a ella “ha ocurrido una tragedia en el barrio”. Y era eso, una verdadera tragedia. A veces pienso en Juanito, y me siento culpable por no haberlo ido a ver aún.

Andrés aparece tapándose la cara en la foto. Por esa época, él usaba siempre la misma polera que Fafo había pintado, así que eso lo obligó a cambiársela, pero no ocurrió lo mismo con los pantalones, que lavaba regularmente para volver a usarlos al día siguiente. Andrés era un verdadero crack en el fútbol, y nos sorprendía a todos con su enorme habilidad. A veces, en las pichangas, por puro gusto se pasaba al equipo contrario, uno por uno, arquero incluido, y no hacía el gol. Sólo se devolvía y se los pasaba de nuevo, entonces convertía. Siempre andaban juntos con Cristián y, de hecho, jugaron fútbol en las inferiores de Unión Española. Era un chico risueño, algo alocado, pero un buen amigo. De pronto, en algún momento, empezó a cambiar, y muchas de sus actitudes comenzaron a parecernos extrañas. Hablaba solo en los carretes, como si estuviera dialogando consigo mismo. A veces, incluso, se echaba una talla, y los demás lo oíamos y reíamos de buena gana. Su tema predilecto era la música, y continúa siéndolo. Con el correr del tiempo, todos en el barrio se fueron enterando de su condición, de que los vecinos del departamento en donde se había ido a vivir en Quilicura, querían que se fuera pues escuchaba a Cannibal Corpse todo el día y toda la noche a un volumen fortísimo. Muchas veces Andrés no podía contenerse en los carretes, y terminaba dando un jugo de aquellos. Una vez, en un asado en la casa de Claudio, echaba grandes pedazos de carne en un vaso con piscola, y luego los engullía enteros, como un pato. Después de un rato, vomitó en el baño, y siguió en el pasillo y en el living, y se fue. Su madre estaba preocupada, ya que lo había visto jalando ya varias veces. De seguro no fumaba pasta base, pero de que jalaba, jalaba, y siempre andaba con una dosis, por pequeña que fuera. Por lo mismo, su madre decidió internarlo, y pasó una época en el siquiátrico, ahí en Olivos con Avenida La Paz. Fue un período duro para él, que debió pelear con sus propios demonios. Desde entonces intenta volver a ser el de antes, y todos estamos esperanzados en ello. No por nada sigue apareciendo en los carretes, y no por nada siempre le enviamos fuerzas y energías para que siga adelante, para que vuelva a ser él mismo.

Hay varias anécdotas que nos involucran a todos, pero hay una que recuerdo con especial atención. Ocurrió una tarde de verano, cuando aún éramos menores de edad, salvo Fafo. Por eso mismo, fue él quien apareció en la botillería y compró una cerveza de litro para los cinco. Nos sentamos en uno de los bancos que estaban más escondidos, pues la plaza sólo daba a tres calles, y una de las orillas daba a una hilera de casas. En una de ellas había un taller mecánico, y siempre había autos ahí, tapando el pasaje que cruzaba el lugar. Todos nos estábamos riendo, con el nerviosismo infantil de ser pillados por los pacos o por algún vecino. Y claro, de pronto apareció una patrulla por una de las esquinas. Nos urgimos, de pronto ya no estábamos tan risueños. Bajamos la botella y la escondimos con nuestras piernas, esperando que la patrulla pasara, pero dobló en la esquina y se metió por el pasaje, justo en donde estábamos nosotros. Cuando estuvo detrás de los autos, nosotros apretamos cachete en distintas direcciones: Juanito fue hasta la cancha donde solíamos jugar a la pelota, Andrés se fue hasta el almacén de su abuelo, Fafo corrió hasta el supermercado que estaba frente a la plaza, Cristián se escondió en otra plaza y yo arranqué con la botella directo hacia uno de los varios pasajes que habían por ahí cerca. Esperé durante minutos a que hubiera alguna reacción, algún movimiento, pero ninguno de los chicos apareció. Me fui caminando con la botella por una estrecha callejuela, y salí hasta el almacén del abuelo de Andrés, en la esquina de mi casa. Ahí estaban, de nuevo, Andrés y Cristián. Al rato, apareció Fafo junto con Juanito. Nos terminamos la cerveza sentados en el banco de afuera de la casa de Juanito, y nos dedicamos a ver pasar la tarde. En una de esas, pasó mi papá, camino al supermercado, pero al otro, al más grande. Nos vio a todos, y nos saludó. Rato después, de vuelta, cruzó la calle hacia donde estábamos, y nos regaló un pack de cervezas. “Para la sed”, dijo, y se fue. Nosotros, felices, brindamos por aquella salida de mi padre. Lástima que no podamos tomar otra foto.

lunes, junio 01, 2009

IX.- DERROTEROS

Dedicado a la memoria de Juan Escobar.

En esa foto, aparecemos mi padre, yo, mi hermano Fabián, Cristián, Juanito y Andrés. Estamos afuera de la casa, en Conchalí, horas antes del partido de Chile contra Colombia, en las eliminatorias para Francia ’98. Por eso es que mi papá sale con ese gorro que tiene un parche tricolor, además de estar sosteniendo la bandera, y nosotros salimos con unas poleras blancas que pintó Fabián, cada una con una letra, y que conformaban la palabra “Chile”. Yo tengo la C, Fabián la H, Cristián la I, Juanito la L y Andrés la E. En esos momentos, decíamos que las letras eran sendos acrónimos de Culeado, Hueco, Imbécil, Lerdo y Estúpido. Todos salimos sonriendo y, a excepción de mi padre, con cara de niños. Eran buenos tiempos.

En esa época, mi padre practicaba karate. Llegó a ser cinturón negro. Primero iba a una academia que estaba en el centro, en la Alameda, pero luego optó por una que abrió a media cuadra de la casa. Allí, mi padre se hizo amigo con el instructor, Bernardo, que era un tipo más bien turbio: andaba con una mujer casada, y una vez lo vi colándose en una fila del Servipag, pero nadie le dijo nada pues todos lo conocían y sabían que podía utilizar alguna llave o golpe para inmovilizar o dejar aturdido. Alguna gente decía que lo habían visto peleando, y que era un salvaje, que el karate no era más que una excusa para poder armar atados. El tipo se fue, y mi padre no volvió a dedicarse a las artes marciales. Dejó el copete, también. De hecho, hasta esa época lo iba a buscar el cabezón Lucho de repente, para invitarlo a tomar una piscola en el taller de reparación de artículos electrónicos que tenía, al lado del negocio de don Pepe. Un día Lucho lo fue a buscar, y mi viejo le dijo “no, Luchito, lo dejé”. Y eso fue todo. Simplemente lo dejó, agarró una Biblia, se puso traje y corbata y se fue a cantar salmos a un pequeño templo evangélico que quedaba a un par de cuadras. En mi familia estábamos sorprendidos. De pronto, un día, decidió aprender a tocar la guitarra. “Para poder predicar”, le dijo a mi mamá, cuando ella le preguntó por qué. La única guitarra que habíamos tenido en la casa tenía ya unos veinte años, una de esas que hacen en la cana, con el brazo ancho y la tapa color concho de vino. Mi mamá le había hecho una funda con un sobrante de tela acolchada, y había quedado bastante bien. Claro que no contaba con que un día el instrumento se caería, partiendo el brazo en dos. Papá, que siempre ha sido hábil con las herramientas, le fijó un par de pernos, y todo parecía ser asunto solucionado. Pero fue más allá, y se compró otra guitarra, bastante más cara, con su respectiva funda. Desde entonces, practica una o dos horas diarias los himnos que se cantan en su iglesia, es parte del coro polifónico y del coro instrumental, y los domingos va hasta Colina para evangelizar a la gente. Hace poco lo vi predicando en la calle. Fue raro, nunca lo había visto hacerlo. Hablaba con fuerza, con aquel ímpetu que da la necesidad de creer. Cuando me vine a Puerto Montt, me dijo “rézale al Señor, aunque no creas en Él… por algo hay que partir”.

Luego, vengo yo. No es que tenga mucho que decir acerca de mí.

Fabián aún vivía en la casa. Me parece que aún no entraba a trabajar en la agencia en la que hasta hoy trabaja. Cuando encontró esa pega, esperó un tiempo prudente, y le dijo a mi mamá “estoy buscando casa”. Al día siguiente, ya había encontrado arriendo, e insistió en cambiarse lo antes posible. Ese mismo día, y entre medio de todo el ajetreo que implica una mudanza, apareció Carlos, un antiguo amigo que se juntaba con todos los que salíamos en la foto, para invitarnos a su matrimonio, que se realizaría en un rato más. Todos estábamos sorprendidos por la velocidad a la que estaban ocurriendo las cosas. Declinamos la invitación, ya que Fabián inauguraría el departamento, y mis padres no estaban de ánimo para fiesta alguna. Esa noche, en el departamento recién habilitado, hubo alcohol para regalar, pitos al por mayor y una montaña de falopa. La independencia, había que celebrarla como corresponde. Fabián se había cambiado con Boris, un compañero suyo de la universidad, y compartieron ese lugar durante un par de años, al menos. Muchas veces fui para allá a carretear, y siempre tenían una cama dispuesta para que yo me quedara. A veces, me robaba los pocos de macoña que me encontraba por aquí, pues Fabián tenía mano de cogollo, y yo sólo podía comprar paraguas. Una vez fue para la casa, después de ponerse un piercing de punta bajo el labio. Se veía bien, aunque mi madre no pensó lo mismo y hasta terminó llorando por tamaña afrenta. Tiempo después se lo agradecí, cuando me hice mi primer tatuaje, y es que la reacción ya no fue tan fuerte como si Fafo no se hubiese puesto ese adorno. Tiempo después estuvo un poco mal, el carrete le estaba pasando la cuenta. Fue justo en el momento en el que conoció a Alejandra, la que es actualmente su señora. Ella es profesora básica en un colegio católico, así que se casaron en la capilla del lugar. Ya tenían todo planificado: un bonito departamento donde vivir, trabajos estables y una vida alejada de los excesos de antes. Ahora tienen dos niñas preciosas, Josefina y Antonia, y han tenido una buena vida. Muchas veces me baja la nostalgia, y me dan deseos de verlos a todos.

Gracias a Cristián fue que llegué a Puerto Montt. Él se vino a los diecinueve o veinte años (ya no estoy seguro), pues en su trabajo, una importante cadena de armado de computadores y accesorios para ello, lo destinó para ser el jefe de la primera sucursal de esta ciudad. Él se vino si saber nada de acá, sólo pidió que le arrendaran una casa, e instó a su polola de entonces a que se viniera con él. Ella accedió. Durante ese mes antes de que se viniera, nos veíamos con él casi a diario y, de hecho, habíamos sido tan cercanos que él se paseaba en calzoncillos por mi casa y mi madre le servía desayuno en la cama cuando se quedaba los fines de semana. Su mamá, por otro lado, no se hacía problemas con los carretes y ya sabía quiénes de los que hasta hacía poco jugábamos pichangas en la esquina de la casa, éramos los que nos dedicábamos a tomar cerveza y a fumar pitos. Durante ese tiempo, con Cristián nos agenciábamos 1.250 pesos cada uno y teníamos para comprar dos pitos de 500, una Coca de litro y medio y un vino de litro y medio, una medida precisa para acostarse tranquilo. Cuando llegó a Puerto Montt, no conocía a nadie, sólo se instaló en su casa y trabajó de lo mejor, hasta que empezó a tener problemas con su novia. Ella terminó dejándolo sin darle mayores motivos, aunque él especuló que capaz que le haya puesto el gorro. No quiero adelantar juicios, quizás fue así o quizás no. La cosa es que él se quedó solo, y conociendo a poca gente. No se quiso devolver, y empezó a sacar a relucir su personalidad y sus ganas de cantar. No tardó mucho en volverse asiduo cliente de varios bares, y en contar con su propia banda (todos tipos a los que yo mismo terminaría conociendo, incluso llegué a vivir con el guitarrista, el Comandante Dureza). Usó la casa, la misma que había solicitado le arrendaran, como sala de ensayo. Mal que mal, era aislada y no había nadie más adentro. Varias veces, terminaban las tocatas, desarmaban los equipos y los volvían a montar en la casa, para una segunda tocata que empezaba como a las tres. Cierto día, fueron de visita los gerentes de la firma, y lo mandaron a llamar. “Sabemos que usted tiene una banda de rock”, le dijeron. “Claro”, contestó él. “¿No será que estará haciéndole mucho al rock y poco al trabajo?”. Se puso nervioso, supo de inmediato que lo despedirían. O tal vez no, le dijeron que firmara la renuncia, y que ellos, gustosos, le darían los finiquitos y montos adeudados después. Nunca lo hicieron. Entonces, se acabó la casa, la banda, el mundo. Vagó en varias casas, pidiendo una vuelta de mano que a lo mejor no había acontecido. Nada le importó, sólo sobrevivir. Años después, me invitó a ir por un par de semanas. Llegamos acá con una bolsa de casi un kilo de hojas de marihuana, de una de las matas que criaba su hermano, y con 25 gramos de paragua. Menos mal no nos pillaron los pacos, nos hubieran detenido por tráfico. La cosa es que, a raíz de ese verano, me quedé acá, viviendo con él, y aún no me voy. Hace tiempo que no hablamos. De verdad, digo. Tuvimos un altercado, nada serio, pero parece que nos afectó profundamente. Nunca volvió a ser igual. Está estudiando ahora, pero no sé mucho más. A veces nos vemos, y nos saludamos, pero no sé si alguna vez volveremos a juntar plata para comprar pitos y jote.

(Continuará)